Ian Bostridge (Londres, 1964) es uno de los cantantes más refinados y elegantes del panorama internacional. Magnífico intérprete de la música barroca (su Evangelista con Herreweghe o su Orfeo monteverdiano con Emmanuelle Haïm han trazado una línea en el suelo) y excelso recreador de los pentagramas de los compositores ingleses del pasado siglo, sus incursiones en el lied romántico han dividido a críticos y aficionados: lo que algunos consideramos profundidad otros lo tiene por sobreactuación.

Bostridge se lanza aquí con los ciclos para tenor y orquesta de Benjamin Britten (1913-1976), obras marcadas por la más larga e intensa relación sentimental del compositor, la que mantuvo con el tenor Peter Pears, quien muy pronto se apropió de Les Illuminations Op.18, que Britten compuso en 1939 sobre los poemas en prosa de Rimbaud para la soprano Sophie Wyss, que desapareció en seguida de la vida del músico. Con el único acompañamiento de la cuerda, Britten captura a la perfección el mundo atormentado del gran poeta francés, con quien lo unían algunas afinidades, principalmente la homosexualidad y el peso del exilio, londinense el del díscolo Rimbaud, neoyorquino el del pacifista Britten.

La Serenata para tenor, trompa y cuerdas Op.31 fue escrita en 1943, pensada ya para Pears, y dedicada al gran trompista Dennis Brain. Britten usó poemas de escritores ingleses de distintas épocas (Cotton, Tennyson, Ben Jonson, Blake, Keats...) y consiguió revestir la obra de una pátina romántica que, sin embargo, no pareció trascendente al propio compositor ("nada especialmente importante, pero agradable de oír, creo"). Tanto el magistral juego con la tensión y la relajación en la alternancia de los textos literarios como el sonido singular de la trompa, que nos trae reminiscencias de los bosques profundos de Weber o de Wagner, encuadran este ciclo en la mejor tradición del lied centroeuropeo.

Finalmente, Nocturne Op.60, escrita en 1958, también sobre poetas ingleses (Percy Shelley, Tennyson, Coleridge, Middleton, Wordsworth, Owen, Keats, Shakespeare), tiene la singularidad del empleo, junto a la cuerda, de siete instrumentos obligados (fagot, arpa, trompa, timbales, corno inglés, flauta, clarinete). La música no parece tener nada que ver con la de la Serenata. Son las evanescentes atmósferas encantadas del impresionismo las que, con algún toque aislado de tremendismo, parecen imponerse aquí, hasta que, por sorpresa, en el último número, el Soneto XLIII de Shakespeare nos golpea con toda la fuerza expresiva del mejor Schubert.

Bostridge pasea por estos pentagramas la belleza solar de su timbre, matizando cada contorno, cada perfil de esta música con su desarmante capacidad para destacar hasta su último detalle retórico. Simon Rattle dirige con elegancia a unos filarmónicos berlineses que no siempre encuentran el color más adecuado para estas obras. 

hLm!.Noticias Fuente: El día de Cordoba digital