Jueves, 25 de Abril de 2024

Clásica y Ópera | Ópera

Salomé de Richard Strauss

Salomé de Richard Strauss

La revelación de un genio. En dos horas se desarrolla un drama musical perfecto que no sólo subraya y profundiza el texto, sino que incluso ilumina el inconsciente de los personajes. No por casualidad la época del surgimiento de Salomé coincide con los decisivos descubrimientos de Freud y el nacimiento del psicoanálisis. En este caso se podría hablar casi de música psicoanalítica. La maestría técnica del compositor linda con lo inimaginable.








Drama musical en un acto, basado en la obra teatral homónima de Oscar Wilde, en versión alemana de Hedwig Lachmann.

Personajes: Herodes, tetrarca de Judea (tenor); Herodías, su esposa (mezzosoprano); Salomé, hija de Herodías (soprano); Jochanaan [San Juan Bautista], profeta (barítono); Narraboth, oficial de la guardia siria (tenor); un paje de Herodías (contralto); cinco judíos (cuatro tenores, un bajo); dos nazarenos (un bajo, un tenor); un capadocio, un esclavo, dos soldados, romanos, judíos, egipcios, criados, etc.

Lugar y época: El palacio de Heredes en Jerusalén, aproximadamente en 30 d.C.

Argumento: Esta obra, que no tiene antecedentes en la historia de la ópera en cuanto a concentración dramática, comienza con un breve pasaje ascendente del clarinete que desemboca en el tema o Leitmotiv de Salomé.

En la terraza del palacio, Narraboth, el joven oficial de la guardia, sólo tiene ojos para Salomé, la joven princesa, a la que observa en un festín que se celebra en la sala. Es una noche calurosa, del desierto llega un viento tórrido; en el aire flota un estado de ánimo extraño y sensual (grandiosamente subrayado por la orquesta). Cinco judíos discuten de religión, sobre la llegada del Mesías, sobre los profetas, que han visto a Dios. Narraboth sólo mira a Salomé. ¡Qué bella, qué espléndida está esa noche! Los soldados advierten en cambio la expresión sombría del tetrarca sentado a la mesa. De repente se levanta una voz nítida. Es Jochanaan, Juan el Bautista, que Herodes ha detenido por voluntad de su esposa y ha encerrado en una profunda cisterna. El cambio de la música en ese instante es sorprendente; hasta entonces, una sensualidad rebosante y sin límites, placeres, sueños de una noche de luna, y de pronto claridad, firmeza que se convierte en fortaleza de la fe, en serena confianza.

«Después de mí vendrá otro que es más fuerte que yo...», predice el profeta desde la cisterna, y el resplandor de un acorde en Do mayor hace presentir la llegada del Salvador. Los críticos han atacado a Strauss a menudo a causa de ésta y otras frases de Jochanaan, pues las encontraban poco inspiradas, incluso banales. Injustamente, sin embargo. El enfrentamiento de ambos mundos, que poros instantes después chocarán trágicamente, no podía haberse concebido de manera más grandiosa: de un ludo el nerviosismo, la histeria, la vida puní mente impulsiva, la perversión que Salomé ha heredado de su madre Herodías; del otro, la fe simple, la con fianza firme como la roca, la serena seguridad del profeta; en uno el cromatismo, la sensualidad de los instrumentos, los acordes exuberantes y anhelantes; en el otro la línea melódica clara, las armonías graníticas: ¿podría un creador inventar y configurar un contraste más efectivo?

Los soldados, al borde de la cisterna, discuten sobre el prisionero. ¿Es, como afirma el tetrarca, un hombre santo? No pueden entender sus profecías: ¿a quién anuncian? ¿Un hombre al cual no es digno de desatar las correas de las sandalias? ¿Con cuya llegada los desiertos florecerán, verán los ciegos? ¿Quién puede ser? Narraboth, sumamente excitado, ve a la princesa dejar la mesa y subir a la terraza. Salomé se queda allí y deja que el viento de la noche acaricie sus acaloradas mejillas. Recuerda con repugnancia que su padrastro la ha mirado con ojos llenos de deseo. La voz de Jochanaan la fascina. ¿Será el profeta ante el cual Herodes siente temor? Narraboth explica que no lo sabe. Se ofrece para llevarle a la princesa una litera. Pero los pensamientos de Salomé giran alrededor de otra cosa. Ese profeta, ¿no ha dicho cosas horribles de su madre? ¿Qué aspecto tiene? ¿Es un anciano? No, responde uno de los soldados, es joven. Y nuevamente resuena la voz de metal. Salomé se estremece. Quiere ver al hombre, quiere hablar con él. Los soldados se niegan, el tetrarca lo ha prohibido severamente. La princesa se acerca al borde de la cisterna, mira hacia el fondo. ¡Qué horrible oscuridad! ¡Narraboth, tú lo harás por mí!, dice Salomé al joven oficial, cuyo amor esclavo siente. Y le promete una sonrisa, tal vez más. Narraboth, fuera de sí, falta a su deber, da la orden de sacar al hombre de la cisterna.

La orquesta comienza a describir la tensión de Salomé como no podrían hacerlo las palabras: curiosidad, deseo, amor-odio, placer de venganza, anhelo de una pureza nunca conocida: todo ello flota en las masas sonoras, gigantescas y sabiamente dosificadas. Salomé espera. Entonces se ve aparecer lentamente el cuerpo lívido y magro del profeta. Jochanaan surge de la cisterna bajo la pálida luz de la luna, irreal, alejado del mundo, ascético, marmóreo. Salomé comienza a temblar. Nunca ha visto a un hombre así. Deseos absurdos se apoderan de ella. Mientras todos los hombres se postran ante ella y disimulan con dificultad sus deseos animales, éste ni siquiera la mira. El profeta mira hacia la lejanía, a través de los hombres y de las cosas. Condena los vicios que reinan en la corte y en el país, condena a Herodías por su vida vergonzosa y anuncia una y otra vez la llegada del Salvador.

Salomé se acerca, impulsada por una ardiente curiosidad, por una pasión que despierta. Algo nuevo, tremendamente excitante, ha entrado en su joven vida, sacudida por los presentimientos. Quiere abrazar a ese hombre, hacer callar esa boca a fuerza de besos. El profeta, lleno de dignidad, la rechaza. Es la lucha sin piedad de dos voluntades poderosas. La música llega, con el éxtasis creciente de Salomé, a arrebatos cada vez más apasionados. Narrabolh observa angustiado, intuye que van a ocurrir cosas horrendas y se clava el puñal. Su cadáver rueda a los pies de Salomé, pero la princesa sólo puede ver la figura erguida del profeta. Un solo deseo demencial la posee: abrazar a aquel hombre, poseerlo, ser poseída por él, apoderarse de aquella entidad sobrehumana, sobrenatural, para destruirla, para hacerla terrena, humana. Sin embargo, Jochanaan, más lejano que nunca, parece ver al Salvador. Indica a Salomé que es el único que puede salvarla. Luego regresa lentamente a su prisión. Salomé queda como destruida al borde de la cisterna, hunde su mirada desesperada en las tinieblas.

Así es como la encuentra el tetrarca. Está nervioso, ordena que lleven luces, se espanta ante el cadáver, llama a la terraza a Herodías y a la corte. Una vez más se oye la voz de Jochanaan. Herodías acorrala a su marido para que haga matar a aquel hombre que la ofende. Un nazareno lo llama precursor del Mesías, pero los judíos gritan que el mesías todavía no ha llegado. El tetrarca pide a su hijastra que baile para él. Salomé no parece oírlo. Herodes le promete enormes tesoros, incluso la mitad de su reino, en fin, lo que ella quiera. Entonces Salomé despierta de sus pensamientos, se levanta lentamente, recuerda a Herodes su promesa y comienza la danza de los siete velos. Herodes se pone fuera de sí. Con voz temblorosa pregunta a Salomé qué desea como premio por el espectáculo que lo ha excitado tanto. La princesa expresa su deseo con voz helada: que le lleven en una bandeja de plata (Herodes sonríe con complacencia)... la cabeza de Jochanaan. Horrorizado, el tetrarca da un respingo; pero Herodías confirma el deseo de su hija. ¿El tetrarca ha hecho un juramento? Nada puede cambiar la decisión de Salomé: quiere la cabeza de Jochanaan. Sin fuerzas, Herodes se desploma en su asiento. El verdugo desciende a la cisterna. Salomé se asoma por el borde. Un silencio mortal cae sobre la escena. Se oye el aullido del viento del desierto. Jirones de nubes cubren la luna, las antorchas vacilan, amenazan con apagarse. Salomé escucha con tensión extrema. ¿Gritará el hombre cuando el verdugo dé cuenta de él? Nada se mueve en la cisterna. La orquesta describe el horroroso silencio, eleva la tensión apenas soportable. Por fin sale, después de una eternidad, el brazo del verdugo por la abertura negra. En una bandeja de plata entrega a la temblorosa Salomé la cabeza de Jochanaan, que todavía pierde sangre.

Comienza la última escena de la obra, la más horrible. Sola con la cabeza del profeta, en un rincón de la terraza, Salomé dialoga con los ojos del muerto. Aquellos ojos no quisieron mirarla... Ella puede besar, tanto tiempo como quiera y tantas veces como quiera, la boca que no quiso besarla a ella. Quienes la observan en la terraza, los que no han huido, sienten un frío que les recorre la espalda. No hay odio en la voz de Salomé, sino una infinita tristeza, una nostalgia profundamente desengañada, una melancolía que desconoce. «El misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte...», canta Salomé, alejada del mundo desde hace tiempo. Besa la fría boca, que tiene un sabor amargo. ¿Es la sangre? ¿O es el amor, que tiene un sabor aún más amargo? Son los últimos pensamientos de Salomé. El tetrarca se ha puesto en pie. A una señal suya los soldados se arrojan sobre Salomé y la matan a golpes de escudo.

Fuente: El Nuevo Testamento (Mateo 14 y Marcos 6) cuenta la ejecución de San Juan Bautista por Herodes, aproximadamente en el año 30.

Libreto: El genial irlandés Oscar Wilde creó sobre la base de este episodio uno de sus dramas más famosos. Penetró profundamente en la psicología de los personajes. Hedwig Lachmann tradujo con maravilloso compenetración el texto de Wilde (escrito originalmente en francés).

Música: La revelación de un genio En dos horas se desarrolla un drama musical perfecto que no sólo subraya y profundiza el texto, sino que incluso ilumina el inconsciente de los personajes. No por casualidad la época del surgimiento de Salomé coincide con los decisivos descubrimientos de Freud y el nacimiento del psicoanálisis. En este caso se podría hablar casi de música psicoanalítica. La maestría técnica del compositor linda con lo inimaginable. ¡Cómo suena la orquesta! En cada instante es diferente y siempre tal como lo exige la atmósfera. La armonía es audaz, las voces están tratadas con sumo realismo; a pesar de todo, hay espacio para la melodía de largo aliento que Strauss ama tanto y que es característica de su música.

El libretista y el compositor hicieron del papel principal uno de los más difíciles de la literatura operística; no sólo porque al intérprete se le exigen momentos extraordinarios desde el punto de vista de la música y de la voz, sino sobre todo porque hay pocas sopranos que estén en condiciones de interpretar la «Danza de los siete velos» como lo pide la obra. La Salomé ideal ha de ser una mujer de belleza fascinante, sensualidad vibrante, gran expresión dramática, voz poderosa y al mismo tiempo flexible, y musicalidad infalible; además, ha de ser capaz de bailar y tener el lenguaje corporal y el atractivo erótico que se requieren para dominar la danza oriental que pone fuera de sí a un rey. Si puede cumplir todas esas condiciones, aún tiene que darse maña, después de una danza arrebatadora, para vérselas con el formidable canto final que le preparó Strauss. ¿Cuántas cantantes son capaces de hacer esto? Durante mucho tiempo, los teatros recurrieron a una solución de compromiso; la danza la ejecutaba una bailarina, pero la artimaña no es totalmente satisfactoria, pues es inevitable que haya diferencias físicas y temperamentales entre las dos Salomé.

Historia: Ya en 1901 pensaba Strauss en una versión musical del drama de Oscar Wilde, que por entonces tenía mucho éxito. Pero comenzó la composición sólo dos años más tarde. La terminó el 20 de junio de 1905. El estreno tuvo lugar en la Hofoper de Dresde, el 9 de diciembre de 1905. El papel titular fue cantado por Marie Wittich, que no se hizo cargo de la «Danza de los siete velos». Un año más tarde, la croata Fanchette Verhunc se encargó de ambas cosas, del canto y de la danza. Salomé provocó escándalos, en parte por su música «moderna», pero aún más por los problemas que planteaba y por el texto. En Viena la obra no se pudo representar en la Hofoper; Félix Weingartner la dirigió en la Volksoper. Pero esta obra fundamental del drama musical de nuestro siglo se convirtió en todas partes en una verdadera sensación, y su difusión por el mundo se produjo rápidamente. No ha perdido efecto hasta el día de hoy.

Fuente: "Diccionario de la Ópera" de Kurt Pahlen


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Breves

  • HECTOR BERLIOZ

    Fue un creador cuyo obstáculo fue la intransigencia de la mayoría de los músicos en casi todos los temas, desde su apoyo al uso del saxofón o a la nueva visión dramática de Wagner. Su vida fue excéntrica y apasionada. Ganó el Premio de Roma, el más importante de Francia en aquel momento, por una cantata hoy casi olvidada. Su obra musical es antecesora de estilos confirmados posteriormente.

  • El aprendiz de brujo de Paul Dukas se basa en una balada de Goethe. Es un scherzo sinfónico que describe fielmente cada frase del texto original.

  • La primera ópera de la que se conserva la partitura es Orfeo de Claudio Monteverdi. Se estrenó en Mantua en 1607, con motivo de la celebración de un cumpleaños, el de Francesco Gonzaga.

  • La obra que Stravinski compuso desde la época del Octeto de 1923 y hasta la ópera The Rakes Progress de 1951, suele considerarse neoclasicista.

  • En la Edad Media encontramos la viela de arco, de fondo plano y con dos a seis cuerdas, que se perfeccionó en la renacentista, hasta llegar a su transformación en el violín moderno a partir del siglo XVI, cuando se estableció una tradición de excelentes fabricantes (violeros) en la ciudad de Cremona.


Citas

  • DANIEL BARENBOIM

    "Un director no tiene contacto físico con la música que producen sus instrumentistas y a lo sumo puede corregir el fraseo o el ritmo de la partitura pero su gesto no existe si no encuentra una orquesta que sea receptora"

  • GEORGE GERSHWIN

    "Daría todo lo que tengo por un poco del genio que Schubert necesitó para componer su Ave María"

  • GUSTAV MAHLER

    "Cuando la obra resulta un éxito, cuando se ha solucionado un problema, olvidamos las dificultades y las perturbaciones y nos sentimos ricamente recompensados"

  • FRANZ SCHUBERT

    "Cuando uno se inspira en algo bueno, la música nace con fluidez, las melodías brotan; realmente esto es una gran satisfacción"

  • BEDRICH SMETANA

    "Con la ayuda y la gracia de Dios, seré un Mozart en la composición y un Liszt en la técnica"

MULTIMEDIA

  • Sinfonía Nº 1

    Allegro con energia

  • Mario! Mario! Mario!

    Renata Tebaldi (Floria Tosca) - Mario del Monaco (Mario Cavaradossi)

  • Hágase la Música en Radio Brisas

    Ciclo 2011 - Programa N° 30

  • Capricho español

    Nicolai Rimsky-Korsakov

  • Gymnopedie 1

    Erik Satie

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    Ciclo 2011 - Programa N° 15

  • E lucevan le stelle

    Mario del Monaco (Mario Cavaradossi)

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    Programa N° 11 - 14 de noviembre de 2010

Intérpretes

Voces

Argentino Ledesma

Argentino Ledesma

Nació en Santiago del Estero y llegó a ser una de las voces más populares de los años 50. Se lució con la orquesta de Héctor Varela. Cultor de un repertorio de tangos melódicos, que cantaba con voz afinada y gran carisma, Argentino Ledesma grabó alrededor de 500 temas. Algunos de los más perdurables son: "Cuartito azul", "Fueron tres años" y "Fumando espero". Tangos que serían escuchados no sólo en la Argentina sino en toda Latinoamérica, los Estados Unidos, Europa, Australia o Egipto, durante sus giras.

Músicos

Hugo Baralis

Hugo Baralis

Precoz, como muchos músicos de su generación, Hugo Baralis debutó, a los 18 años, como violinista en la reconocida orquesta de Minotto-Di Cicco. Cultor de un estilo elegante y decidor, comenzó a llamar la atención del mundo tanguero por su estilización del tango en el violín. Heredero de la escuela de Elvino Vardaro, pero con un personal sonido, logró imponer su refinamiento en grabaciones que lo sobreviven para el Octeto Buenos Aires de Astor Piazzolla.

Voces

Reynaldo Martín

Reynaldo Martín

Los años 60, fueron muy difíciles para el tango. El rock se había impuesto en la juventud y la política cultural y los medios de comunicación apoyaban más al folklore que a la música ciudadana. El tango estaba "en baja", no se vislumbraba ninguna figura en el horizonte y los tangueros se guarecían en los pocos refugios que había en Buenos Aires. En esas apareció un muchachito rubio, con pinta de galán televisivo, simpático y muy sencillo. Reynaldo Martín fue un remanso de aire puro que enseguida atrajo al público con su voz expresiva y fresca, con una muy buena dicción y, lo que es más importante, afinado.

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